Escritos de Irina Polà - Fiesta del Volcán
   
 
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La Fiesta del Volcán en Tiempos de la Colonia

Canto de la guerra envuelto en plumas de quetzal… Memoria de valientes caciques de esplendente señorío… Ecos de batallas en que danza el ideal de Libertad…

Xinacán, guerrero bravo y altivo cuyo orgullo de raza no doblegó la espada del conquistador… Sequechul, hombre de maíz y de cobre de fiera mirada, guardián de la tierra del quetzal…

Así llega hasta nuestros días, la memoria de aquellos grandes adalides de la dignidad de origen y de raza; así ha quedado plasmada su memoria, en cantos y ritos de su pueblo, de ese pueblo que vive aún recostado en el recuerdo de un pasado de esplendor y señorío; de maíz y de obsidiana, de abolengo y tradición…

LA FIESTA DEL VOLCAN EN TIEMPOS DE LA COLONIA  es el relato de una de las crónicas recogidas por el guatemalteco, Pedro Pérez Valenzuela, en su libro Canturías de Santiago. Es la narración de la celebración de la fiesta llamada  del Volcán, celebrada en Santiago de los Caballeros de Guatemala, durante la colonia. De esta se decía que no había otra igual celebración en toda América.

Esta fiesta rememora la lucha de Xinacán, el gran guerrero verapacense contra Don Pedro de Portocarrero. Es la representación de la acción del Señor Portocarrero contra los reyes: Xinacán y Sequechul, quienes se levantaron contra los conquistadores, y a quienes Don Pedro venció en la cima de una peña…

Nos dice el narrador de la época: “Apenas oscureció nos fuimos; digo que iba del brazo con mi ilustre amigo y conocedor, el Capitán Don Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, a la plaza que es sitio y anfiteatro de representaciones lúcidas. Había una linda luna que clareaba tiernamente sobre la ciudad. En la plaza la noche se había convertido en día por la infinidad de luminarias. En el largo balcón real del palacio, ardían hacheros de cera; y en cada uno de sus pilares, grandes faroles de aceite, y colgando de los fierros de la baranda, ristras de farolillos de vejiga de colores.

En toda la galería, arañas de lucientes almendrones, marcos preciosos, labrados, cuyas lunas reproducían las luces de las velas; candelabros y candeleros de plata. Entre la claridad, resaltaba la riqueza de los tapices que forraban las paredes y las alfombras que cubrían el suelo.

En el centro los anchos sillones para el Señor Presidente y los Señores oidores de la audiencia, teniendo a los pies almohadas de raso con bordados y coronadoras de seda.

El balcón del palacio del Señor Obispo y el del ayuntamiento, se hallaban también iluminados con faroles, y en la pared lucían espejos cuyo azogue al reflejar la luz parecía que la daba.

En el atrio de la Catedral ardían grandes veneros de ocote y aromosas piñas de pino, que aquí llaman chucuyas. Sólo un tablado aparecía a oscuras, era un cajón con celosías verdes y con un farol por única luz; lo ocuparían los miembros del Santo Tribunal de la Inquisición”.

Pero lo principal que daba nombre a aquella fiesta, era lo que estaba en el centro de aquella; el volcán. Un monte eminente, muy elevado, con armazón de maderos fortísimos, tan bien fabricado que parecía natural, todo vestido de hierbas y flores que en ésta tierra las hay muy diversas y lindas; poblado de monos, de guacamayos de opulento plumaje, de chocoyos, de pájaros cantores y de gran variedad de otros animales, como ardillas, tepezcuintles, pizotes y hasta dantas en cuevas hechas específicamente para ellas. En la parte alta del cono, la casa del rey trazada con la misma disposición de los palacios que tenían los indios en tiempo de su gentilidad.

“Por fin comenzó la fiesta, cuando salió al corredor del palacio, el muy ilustre Señor Licenciado Don Diego de Avendaño, presidente de la Audiencia, acompañado de los oidores y de los oficiales reales. Los de la Audiencia iban de garnacha, y los demás de uniforme. Luego apareció la gentilísima señora presidenta, Doña Ana de Rentería, severamente ataviada como corresponde a tan alta matrona, rodeada por la belleza florida de las damas de la nobleza.

Al mismo tiempo en el balcón frontero, que es el Palacio de Ayuntamiento, aparecieron los alcaldes ordinarios, Don Gabriel Salazar, que vestía de riguroso luto por la muerte de su padre Don Cristóbal, a quien sustituyó en el cargo de la vara, y Don Diego Padilla, de la rica familia de los Padillas, además de los regidores en su número completo.

Ya estaba en su balcón el ilustrísimo señor doctor, Don Bartolomé González Sotero, Obispo de Guatemala. Aún le dicen el Inquisidor, por haber tenido ese cargo en la Nueva España. Estaban con él, el deán Don Ambrosio Díaz del Castillo, y el maestre-escuela Don Tomás Díaz del Castillo, apellido ilustre, por su noble ascendencia de el historiador Bernal Díaz del Castillo. Estaban también todos los provinciales de los conventos y lo más prominente de la clerecía. Los tablados y andamios se veían totalmente apretados, y la plebe abarrotaba los portales.

En el instante en el que apareció el capitán general, principió la música del volcán: trompetas, caracoles, chirimías, flautas, tunes, que por lo no común y frecuente a nuestros oídos, es de entretenimiento notable”.

Los instrumentos más sonoros se escuchaban en la parte de arriba del monte, en la casa del rey, y los sonidos más suaves, en los flancos dispersos por todas partes. Lo curioso era que no se veían los músicos.

“Supe que eran indígenas de muchos pueblos destinados para ésta función por el alcalde corregidor del valle. Tocaban también, en tablados especiales, situados en distintos puntos especiales de la plaza.

A poco principió un paseo de carrozas y forlones, forrados con ricos brocateles y pasamanerías de oro y de plata. Iban ocupados por las más bellas damas de esta corte, en las que las hay como ángeles, de lindas, tales, las Guzmanes, las Justinianos, las Carranzas, las Mazariegos, las Tobillas, las Aguilares, las Coronados, las Arrivillagas y tantas más, servidas por criados de libreas y palafreneros”.

También acudieron algunos caballeros montados en gallardas cabalgaduras, con vistosos jaeces y gualdrapas historiadas de pasamanerías y aplicaciones.

Entre tanto, en los tres palacios se refrescaba. Grandes azafates de plata llevaban los criados con hojuelas secas untadas de rosicler, turroncillos frescos, pintos de anicillos, paciencias, pastelillos almendrados, quesadillas, mazapanes, emanadas, marquesotes, chiqueadores, además de ponches y vinos.

La plebe, apretujada en los portales, hacía gran consumo de aguas encaneladas, de horchatas, de batido caliente servido en jícaras.

“Poco han dormido los vecinos de esta noble ciudad, pues a la mañana he visto como han vuelto a la plaza.

El volcán era todo flores y verduras que los indios habían renovado. Las justicias se encontraban al cuidado del monte, y estuvieron atendiéndolo, hasta las tres de la tardeen que empezó la animada e interesante representación de la acción de Don Pedro de Portocarrero, contra los reyes indígenas, Xinacán y Sequechul, quienes se levantaron contra los conquistadores y a quienes Pedro venció en la cima del peñol”.

Una espesa muchedumbre se congrega en las cuatro orillas de la plaza, dejando espacio suficiente para la función.

A las tres en punto entraron dos compañías de caballería, llevando lanza a los dragones, y fueron a situarse por enfrente de la catedral, desde la esquina del cabildo hasta la del real palacio. Al mismo tiempo por otras bocacalles, entraron marchando dos compañías de infantes arcabuceros, que se colocaron frente al palacio.

“Estas tropas, son de las mejores con las que cuenta la ciudad para su defensa, y llegan en prevención de cualquier desorden que pueda ocurrir, pues aunque los indios son mansos, el diablo puede meter la cola y producirse ¡Dios nos libre! Quien sabe que demasías”.

Y comienza la función, al asomar por las esquinas de Mercaderes y de la Sala de Armas, una columna de más de mil indios, que no traen otra ropa que sus maxtates o taparrabos, y embijados a la usanza de los mayores y de su gentilidad, con plumas de guacamayos y pericos, con arcos y saetas despuntadas, otros con varas y rodelas al estilo antiguo.

“Fiero es el aspecto de éstos indios, tanto que pone temor en el rostro de los pusilánimes; y son tan gallardos y tan sueltos, que de inmediato viene al pensamiento la impresión que harían a los conquistadores, cuando éstos tenían que combatir a aquellas divisiones de número sinfín”.

Después, en la cola de la columna, aparecen los músicos atronando con sus caracoles y chirimías y demás instrumentos, tocando aires guerreros, y a éstos siguen muchas danzas distintas, bien ordenadas y vistosas, por la diversidad y costos de sus galas y muchos matices y cambiantes de lucidas plumas. Y más atrás, otra danza mayor, de mucho lujo y grandeza, como que está compuesta por indios principales de Jocotenango.

“Ahora viene el rey Xinacán, representado por el gobernador de Jocotenango. Viene en hombros, en una silla dorada, con preciosos adornos de plumas de quetzal. Atrás sus esclavos o servidores traen abanicos y quitasoles de plumas de mil colores.

Los atavíos del rey son a usanza antigua, riquísimos, esplendorosos. El indio tiene aire regio, tal si hubiera nacido en un trono. En la diestra mano lleva el cetro y en la izquierda un abanico de plumas. Le ciñe la cabeza una corona de oro puro en la que sangran rubíes y cintila el agua de esmeraldas”.

Va el rey con un séquito de indios principales de su pueblo que lucen ayates de gran precio, con cadenas de oro y de plata al cuello, gruesas cadenas que valen una fortuna, y tocados con sombreros en los que tiembla la pedrería magnífica de las plumas de rejón y de quetzal.

“Inmóvil, severo, brillantes los ojos de orgullo va el gobernador. Y la honra de representar la persona de Xinacán, no la cediera a nadie por toda la plata de las Hibueras.

Me cuenta mi nobilísimo amigo, don Francisco de Fuentes y Guzmán, que tan bien sabe de éstas cosas, que cuando los solemnes festejos que se hicieron en la dedicación de la Santa Iglesia Catedral, el gobernador de Iztapa quiso que el de Jocotenango le cediera el puesto y llegó a ofrecerle hasta quinientos pesos, que éste no aceptó”.

Los indios cubren el flanco del monte y suben al rey, siempre en hombros, hasta la casa que está en la cima. Los músicos no cesan de tocar sus instrumentos. Todo se hace en orden y concierto como si cada uno de los naturales fuesen comediantes y supiesen al pié de la letra su papel.

Por la esquina de la sala de armas aparecen dos compañías de indios de Ciudad Vieja, muy bien adornados y con galas y plumas a la española, guarnecidos y armados con espadas de cinta, arcabuces y picas, con división en el centro de banderas.

Con que donaire marchan los descendientes de los tlascaltecas que vinieron a la conquista con Don Pedro de Alvarado, por cuyo motivo tantos privilegios les ha concedido el Rey de España. Les sirven de capitanes, el gobernador y los justicias de Ciudad Vieja, que visten los curiosos trajes mexicanos, y cada uno de ellos lleva un séquito considerable de maceguales o servidores, todos bien armados, como si en verdad fueran a una guerra y no a un simulacro.

“Rodean el volcán los tlaxcaltecas y principia el ataque, disparando al aire sus arcabuces. Los defensores del monte les arrojan varas y flechas, y dan gritos tremendos y sus jefes les animan y les dirigen y acuden en grandes masas a los sitios en donde se atreven con más audacia los sitiadores. De lejos se distingue a los capitanes por sus insignias, sus aretes de oro y sus penachos de plumas de quetzal.

Le plebe se entusiasma porque todo aquel combate está tan notablemente representado, que parece muy al natural. Los de Ciudad Vieja, se aproximan a la falda del volcán y empiezan a subirlo con gran trabajo, hasta que llegan a la casa del rey”.

Este, en la puerta, ve su derrota y finge un aire de resignación admirable. Los alcaldes le quitan el cetro, emblema de grandeza, y el abanico de plumas y le cargan de recias cadenas de hierro. Abrense los victoriosos para hacer valla, y va bajando, majestuosamente en su derrota, el rey Xinacán. Al llegar a la falda del monte, los tlaxcaltecas gritan de júbilo… Las músicas del volcán han enmudecido…

“Lentamente se dirigen el gobernador y los alcaldes de Ciudad Vieja hacia el palacio. Llevan en medio a Xinacán… Suben hasta el balcón… El licenciado Avendaño se pone de pié y frente a él se humilla majestuosamente el Rey encadenado… Por las mismas bocacalles de la sala de armas y Mercaderes, desfilan las tropas de indios que retornan a sus pueblos…

Entonces, un mudo silencio flota en el ambiente… un silencio doloroso de aquel pueblo que evoca la caída de un grande y valeroso jefe… un rey y caudillo indígena que resistió hasta el último momento el embate de la espada del conquistador… un rey ennoblecido por la posteridad que reconoce en su figura, la de un hombre con grandes valores de Libertad: Xinacán”.

Recordamos a una gran figura histórica que todo guatemalteco debe honrar, por que en su lucha representa la lucha de un pueblo que resistió al dominio extranjero con heroísmo y grandeza. Xinacán… un guerrero noble y fuerte con conciencia de dignidad, que debe constituir un ejemplo para las generaciones de hoy, al expresar con su heroísmo, que por la Libertad se debe luchar, porque es la Libertad la que da la dignidad de seres humanos… y por ella es preciso luchar y hasta morir pues constituye uno de los más grandes valores morales de una sociedad…

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